domingo, 3 de agosto de 2014

CHUBASCOS

Este año el verano ha llegado de manera espasmódica. A diferencia del verano pasado, cuyo recuerdo es vago y atormentado, como el de una pesadilla, este año no han sido tres meses de agonía, sino una lenta progresión de calores  y una ola infernal y sofocante de calor africano que se abatió sobre la ciudad como una plaga de langostas, seguida por amables corrientes de brisa marina y chubascos milagrosos, algunos de los cuales cayeron en el patio a las cinco de la mañana, lo que constituye la mejor manera de despertarse en cualquier día de la semana.  Ayer llovió a cántaros y se dibujaron enormes centellas entre las nubes.  Salimos a jugar a plazas desiertas por la lluvia y caminamos por calles vacías. La gente es tonta al escapar de la lluvia en verano. Claro que si te quedas a disfrutar de la lluvia en la calle pareces un contentísimo idiota de esos anuncios de Coca-Cola en los que la gente está insólitamente feliz, como si le hubieran echado extasis al refresco.

 Esta mañana, desayunamos en un patio que aún transpiraba las frescuras de ayer por la tarde.

Hemos comprado los billetes de tren para ir a Madrid y de ahí al aeropuerto.  Nos hemos quedado sin dinero y como siempre pasa, los domingos son un ir y venir de tigre enjaulado mientras el pobre de Gabriel se aburre por los pasillos.

Esta tarde toca trabajar. Tengo una traducción de cuatro horas, y como siempre pasa, no estaría de más limpiar el piso para no tener que empezar el lunes con un caos doméstico añadido al caos existencial.

Pero pase lo que pase estas dos semanas, que se adivinan raudas y llenas de proyectos sin terminar que se harán urgentes a medida que se acerque la hora de partir, cuando se abre la perspectiva de un viaje a lo lejos, uno se siente como un barco que aún sin haber zarpado ya ha soltado amarras y empieza a desplegar el velamen.




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